martes, 13 de marzo de 2018

HISTORIA DE LA CESAREA

La cesárea es la operación quirúrgica más antigua de la historia de la humanidad, aunque en sus comienzos solo fuera practicada sobre cadáveres para tratar de extraer al no nacido con vida desde el vientre materno. Esta operación, que muy posiblemente es una de las más emblemáticas de la especialidad obstétrica, ha servido para salvar la vida de cientos de miles de madres y de niños a lo largo de los siglos.
 
La mitología griega o romana es rica en tradiciones, leyendas y anecdotario variopinto. Los dioses y personajes semidivinos, dentro de un mundo de pasiones, odios, amores y traiciones más propio de la bajeza de los mortales que de la grandeza que debiera corresponder a deidades famosas, ofrecen curiosos episodios reproductivos con resolución de cesárea. Así se nos narra cómo la bella y mortal Coronis, hija de Flegias, rey de Tasalia (donde habitan los Laitas), es seducida y en consecuencia preñada por un bello y conocido dios: Apolo, el legendario hijo de Zeus. Más tarde Coronis, mujer casquivana, engaña al padre del hijo que lleva en sus entrañas con su amante Isquis, suscitando la traición en Artemisa, la hermana de Apolo, una divina e impulsiva irritación que la induce a matarla a flechazos. Colocado el cadáver de Coronis en la pira funeraria, antes de ser incinerado, da lugar a que aparezca Apolo quien, con vocación paternal, abre con su daga el vientre de su esposa, extrayendo a su hijo nonato, al que llamará Asclepio (Esculapio para los romanos), entregándolo al centauro Quirón para que, con el tiempo, le enseñe el arte de curar y encarne al dios de la Medicina.
 
Merced a esta cesárea posmortem tenemos los médicos patronazgo mitológico. Pero no es esta la única cesárea practicada en el glorioso Olimpo. Recordemos cómo la diosa Juno, esposa de Zeus (Júpiter para los romanos), se enamora apasionadamente de una bella criatura mortal llamada Semele, a la que regala condición divina concediéndole ser “diosa de la luna”, en premio por haberla dejado preñada. Ella, con peligrosa curiosidad, reclama a su amante conocer la auténtica naturaleza de su fuerza –que no era otra que el “rayo divino”– con lo que al satisfacer dicha curiosidad queda fulminantemente carbonizada.
 
En esta escenografía de Rubens, "La muerte de Semele. ca. 1640" de una gestante muerta con feto vivo intraútero hace aparición otro hijo de Zeus: el dios Hermes (asimilado al Mercurio romano) quien, aparte de su condición de patrón de comerciantes y ladrones es también protector de resucitados. Ejerciendo esa condición, abre con presteza el vientre de la infortunada Semele, extrayendo una criatura viva y prematura de seis meses de gestación. Ante la grave inmadurez fetal, en un astuto gesto clínico para combatirla, la cose al poderoso muslo de su padre para que allí pueda continuar desarrollándose (la primera incubadora divina de la historia) hasta que, tres meses después, la descose, produciéndose el nacimiento de un simpático y divertido diosecillo apodado Dionisos (Baco para los romanos) que será el futuro dios del vino y protector de los borrachos. Su personalidad es tan importante que se ganó el honor de ser pintado por dos mortales genios de la pintura: Leonardo da Vinci y Diego Velázquez. Etimológicamente Dionisos significa “nacido dos veces” o “hijo de doble puerta” por su específico nacimiento.
 
 
En la mitología india se narra el nacimiento por cesárea de Indra, señor del cielo, del rayo y del aire, quien, según el libro sagrado de los Vedas (2000 a.C.), se niega a nacer por la vía convencional, haciéndolo a través de una apertura oblicuolateral del vientre materno, sin incisión previa. De Buda (453 a.C.) se cuenta una bella leyenda: su madre, Maya Devi, fue sorprendida por el parto en un bosque de Lumbini. Sentóse al lado de una acacia (el “árbol de las mil ramas”) y observó cómo un elefante blanco, sobre columna de plata, se acercó hacia ella y, tras dar tres vueltas en torno suyo para adorarla, le apretó dulcemente en su “flanco derecho” como si quisiera penetrar en su interior. Maya, apoyada sobre el tronco de la acacia (desde entonces siempre verde) expulsó por el vientre a su hijo Buda acompañándose de una sensación llena de alma y de cuerpo, que no fue otra cosa que la poesía.
 
Nos encontramos, pues, con un doble parto simultáneo: el de Buda, por la vía paranatural del costado y el de la poesía, a través de la plenitud gozosa del alma. Abandonemos ese conflictivo Olimpo de los dioses y abordemos el campo de las leyendas y sucesos de los mortales, dejando constancia de que con el protagonismo de dioses y semidioses, la cesárea adquiere “categoría de divina o vía de los dioses”, en contraposición a la prosaica y fea vía natural, según palabras del propio san Agustín: “Inter faces et urina nascimur” (nacemos entre las heces y la orina) por la vecindad de vejiga y recto al canal blando del parto.
 
Si nos retrotraemos al gran pasado, a la Prehistoria, nos surge un interrogante: ¿se hicieron cesáreas en aquella vieja etapa de la humanidad? No hay indicios documentales de que ello ocurriera. En cambio, se han encontrado fósiles de cráneos con huellas de agujeros frontales y temporales, a manera de secuelas de posibles craneotomías (acaso también producto de agresiones o accidentes). Mediante una reflexión imaginativa (inspirada en un excelente editorial de Acta Obstetricia et Ginecologica II-99) intentaremos dar una explicación de la innecesidad de efectuar cesáreas en los albores de la humanidad, a expensas de la teoría de la evolución.
 
Dentro de las diversas indicaciones que presiden los actuales protocolos asistenciales de obstetricia existe una que prima fundamentalmente sobre casi todas las demás: la desproporción pélvico-cefálica que imposibilita la salida de la cabeza fetal a través de los “estrechos” conductos de la pelvis materna. El canal óseo del parto es inextensible, en contra de lo que se creía en un principio, hasta que acabó con la duda el gran Baudelocque (la sinfiosotomía logra una relativa ampliación del canal, pero no de forma natural). Un feto retenido en su parto por la desproporción detiene su evolución, que no las contracciones uterinas, y acaba con la vida de la madre y el feto condicionando una trágica rotura de la matriz.
 
Precisamente la operación de cesárea ha obviado esta tragedia al obtener al feto por la vía abdominal con un guiño burlesco a las precarias vías naturales del parto. Al hilo de este comentario viene al recuerdo la empírica lección de un viejo médico rural con la sabiduría del ejemplo: “Si una mujer no puede parir porque la puerta (la pelvis) es menor que el baúl (el feto), habrá que sacar presto el baúl por el balcón (el abdomen) para evitar males mayores” (estaba aconsejando metafóricamente la cesárea). Siguiendo en el terreno especulativo pensamos: ¿es que no existía en la Edad de Piedra o en la de Hierro instrumental apto para llevarla a cabo? Por supuesto que sí; tenemos noticia de la “piedra de sílex cortante” y “punzones de hierro” que hubieran servido para hacer una cesárea de urgencia. Pero quizá ocurriera que no habría justificación para realizarla ya que no existiría esta indicación por no existir colisión céfalo-pélvica.
 
Trataremos de explicar nuestro argumento: la pelvis de la hembra prehistórica, al alcanzar condición erecta (homo erectus), a través de su evolución se adaptaría al estatismo postural deambulando erguida, estrechando y cerrando las piernas, juntas bajo la presión de la columna vertebral. Se facilita, así, la transmisión de fuerzas desde el fémur a la columna dorsolumbar con un sentido teleológico: el de poder correr mejor (recurso primario de huida promovido por el instinto de conservación), produciendo una ancestral pelvis estrecha a la que, como fenómeno compensatorio, se adaptaría mejor una cabeza fetal más pequeña que evitaría colisión con aquella. En definitiva, una pelvis no ancha pero con microcefalia fetal obviaría la desproporción.
 
Es posible también que siguiendo la teoría de la evolución somatomorfa, al final del pleistoceno la cabeza fetal iría aumentando de volumen, con agrandamiento de los lóbulos frontales (esenciales para el comportamiento humano) y así albergar un mayor y específico desarrollo encefálico. Un cerebro que, como piensan algunos autores, al tener más de 2.000 cc de estructura tendría carácter de gigantismo y desde la mecánica obstétrica podría surgir la “desproporción” ignorada por el homo erectus. Conclusión a la que se puede intentar llegar: la mujer erecta de hace dos millones de años correría más, pensaría menos que las posteriores generaciones, pero pariría mejor que nuestras mujeres actuales. Una verdadera competición entre la exigente necesidad de pensar de la de hoy y la necesidad de correr de la de ayer. En una palabra, que en la dura y primaria Prehistoria no tendría cabida la cesárea hasta las siguientes civilizaciones entroncadas en eras posteriores.
 
Quizá el abandonar la Prehistoria nos lleve de la mano a comentar la existencia de la cesárea en culturas no prehistóricas, pero sí primitivas. Los historiadores contemporáneos nos facilitan información, más o menos detallada, de partos cesáreos habidos en la América Precolombina, en tribus de indios Aucas, rama de los Araucanos, que recorrían la Pampa argentina, con asentamiento al pie de las laderas Andinas, en territorios próximos a la ciudad de Mendoza. Un pintoresco personaje, conocido por “tío Gikita”, más cronista del pueblo que historiador formal, nos ofrece una versión sobre el tema que encierra connotaciones trágicas ya que la muerte materna presidía estas acciones.
 
Transcribiremos textualmente algunos párrafos legados por “tío Gikita”: “En tiempos antiguos, cuando llegaban los dolores de parto, las mujeres aucas eran punzadas y después rasgadas y abiertas el vientre para que su marido, tirando y sacando, lograra traer a la vida a su hijo. Exactamente como hacen con las monas chillonas cuando las hallan preñadas”. “Después de abrir a la madre y de recibir al recién nacido, se cortaba el cordón umbilical. Las madres ya estaban muertas cuando terminaba el alumbramiento. Los niños crecían tomando solamente jugo de jicama, puesto que no mamaban. No existía leche. Los pobrecitos estaban siempre flacos. Crecían cuando ya eran mayorcitos. Como nacían cuando la madre ya estaba muerta, siempre eran el único hijo de cada madre auca. Y los padres se ponían tristes porque la madre moría cuando la estaban punzando y cortándola y abriéndole el vientre”.
 
Un sorprendente testimonio nos ha sido legado por el explorador inglés Falkin, que presenció en el seno de una tribu primitiva africana una singular operación cesárea. El hecho aconteció en 1884 en Katura, zona del protectorado británico en el África de finales del siglo XIX, hoy Uganda, del que fue cumplido “notario” el curioso explorador, y cuya protagonista pasiva fue una joven de 20 años, primípara, con dificultad en la evolución de su parto. Los protagonistas activos: un hechicero o chamán de la tribu Waganda ayudado por tres curanderos. El pormenorizado relato de Falkin es, sin duda, una valiosa aportación a la historiografía de esta intervención, rodeada de ancestral empirismo. Su transcripción es como sigue: “Previamente se sumió a la parturienta en un desvanecimiento suave con vino de banana (borrachera anestésica). Luego se la sujetó al lecho con vendas de tela, aplicadas sobre muslos y tórax, mientras uno de los ayudantes la sujetaba por los tobillos. El operador principal lavó el vientre de la mujer con igual vino de banana, así como sus propias manos (desinfección). Seguidamente hizo una rápida incisión longitudinal en el abdomen con un afilado cuchillo, desde el pubis al ombligo, y tras ella practicó una certera incisión sobre la matriz.
 
Hasta aquí el relato pre, intra y postoperatorio de Falkin que nos hace pensar, por lo reglado de la operación y sus tiempos, que no se tratase de un solo caso aislado y sí una norma habitual de conducta quirúrgica obstétrica realizada por el hechicero de la tribu y sus ayudantes. Ignoramos si otros casos llevados a cabo por el “equipo quirúrgico” corrieron igual fortuna de supervivencia materno-fetal. Si así fuera, tendríamos que convenir que el empirismo y los medios materiales empleados pueden llegar a competir favorablemente con los discursos y prácticas de la era tocúrgica científica.
 
Dentro de los relatos legendarios de los mortales, y siguiendo un orden cronológico, tenemos abundantes referencias de personajes nacidos por cesárea:
  • S. VI a.C. Según el sacerdote Rudabech, Dios no quiso que el famoso héroe persa Rustein viniera al mundo por vías naturales dado que el enorme tamaño corporal hacía extremadamente difícil su salida, por lo que envió una gran águila que extrajo con su pico, a través del vientre de su madre Zal, a nuestro protagonista.
  • Año 508 a.C. El filósofo griego Leontino Georgias nace mediante cesárea que le cuesta la vida a su madre.
  • Año 604 a.C. El que fuera con los años gran filósofo y declarado adversario de Confucio, Lao-Tse, nace por el flanco izquierdo de su madre, Nyu-Yu, anciana doncella quien lo mantuvo en su seno materno durante 72 años, hasta que lo expulsó por vía paranatural. Singular feto postmaduro.
  • De Tiberio Graco, gran poeta de la segunda Guerra Púnica, se cuenta que nació en Itálica mediante cesárea, con supervivencia materna; dato este que pone en duda el historiador Ruleau.
  • Año 954. Bugardo, conde de Luigsgow, nació a través de una cesárea posmortem por lo que fue conocido con el sobrenombre de “ingenitres” (no nacido).
  • Año 980. Nace de parto cesáreo Gebhard, el que fue célebre obispo de Constanza.
  • Año 1010. Tras morir su madre antes del parto, San Lamberto, obispo de Vence, fue extraído del vientre materno por apertura abdominal.
  • Año 1102. Nace Dragan en el seno de una familia flamenca. El conocimiento, con los años, de que nació por una cesárea que ocasionó la muerte de su madre le promueve una fuerte crisis religiosa que le aparta de la sociedad, haciendo una vida de supremo ascetismo conducente a la santidad.
  • Año 1316. Roberto II, que llegó a ser rey de Escocia, nace tras el accidente sufrido por su madre, que cae del caballo, desencadenándose el parto de su gestación de ocho meses, que finaliza con su muerte. El noble de la corte, Juan Forrester, incide el vientre de la fallecida, extrayendo a la criatura, a la que daña con el borde de su espada en un ojo provocándole una lesión crónica, con exudación conjuntival permanente, lo que le valió el sobrenombre de “Roberto el Legañoso”.
  • Año 1466. Andrea Doria, Gran Almirante de Carlos V, parece ser que nació por cesárea, aunque el hecho de sobrevivir la madre al parto resta verosimilitud a la parturición por vía abdominal.
  • Año 1590. La joven italiana Ana Visconti, embarazada del noveno mes, es objeto de una agresión con profunda herida en su vientre que le ocasiona la muerte y la salida espontánea por la misma de un feto vivo: Nicolás Spandati Visconti, que llegó al Solio Pontificio con el nombre de Gregorio XIV.
 En la India, en la lectura de los libros tradicionales Vedas (1500-200 a.C.), se aconseja que si muere una embarazada y el feto manifiesta algún movimiento sea extraído por incisión abdominal y con presteza. En textos de medicina brahmánicos (Vagbheta, 700 a.C.; Susneta, 500 a.C.; y Chareca Samhit, 200 a.C.) se menciona la intervención de cesárea como medio de finalizar los partos que no acontecen por vías naturales. Tendencia que se sigue en el budismo, quizá por testimonio referencial de que el propio Buda nació por cesárea (suceso ya comentado). En Japón (s. XVI) se practicaba la cesárea con arreglo a normas posturales de intervención, según refleja un grabado de la época de Eugen Hollander reproducido por Stoeckel. En Israel, los libros rabínicos del Misnah y el Talmud (s. VI d.C.) refieren citas de extracción fetal con madre muerta, especificándose que (“a la mujer a quien se le extrae el hijo por el vientre no necesita la preceptiva purificación religiosa, pudiendo ser realizada la operación en sábado”. Se deduce con ello que la cesárea podrá hacerse en mujer viva.

En la cultura islámica, la cesárea estaba prohibida tanto en mujer viva como en muerta, según prescripción del Corán, llegándose a considerar que el feto extraído por el vientre de mujer fallecida era “hijo del diablo y no debiera vivir”.

Existen documentos que testimonian que en el 700 a.C. se realizaba esta operación en mujeres agonizantes o muertas. Tales son los casos de Pausanias, Príncipe Lacedemonio y Escipión el Africano. Como también se da por cierto que el poeta Ovidio (43 a.C.) fue hijo de cesárea y no de parto natural. La Roma antigua es fuente testimonial importante de datos sobre este tipo de operación quirúrgica. El segundo rey de Roma, Numa Pompilio (715-672 a.C.) dicta, al respecto, su famosa Lex Regia en la que se dictaminaba que no podría enterrarse a la mujer muerta embarazada sin haber extraído previamente al hijo con vida a través de un corte abdómino-uterino.

Posteriormente esta ley fue bien acogida por los cristianos ya que con ella se podía bautizar al neonato, teniendo así trascendencia médico-religiosa, hasta el punto de que el emperador Justiniano la hizo suya, transcribiéndola en Las pandectas, recopilación de sus principales obras de derecho. El historiador y cronista Plinio (23-79 d.C.) escribe en su Historia natural que Cayo Julio César (100-44 a.C.) habría nacido por intervención cesárea practicada a su madre, la emperatriz Aurelia. Este hecho es difícilmente asumible ya que en aquella época la práctica de la cesárea estaba prohibida en la mujer viva y Aurelia sobrevivió a su hijo algunos años. Cayo Suetonio y Plutarco, ilustres escritores y cronistas de la mencionada época, no aluden jamás en sus escritos a este hecho, por lo que se piensa y razona, por autores posteriores, que se mantuvo sesgadamente, por un problema puramente etimológico: la palabra ‘cesárea’ proviene del verbo latino caedere, que significa ‘cortar o seccionar’, por lo que el parto cesáreo es producto de un corte en el abdomen materno y no se correlaciona con el nombre de Julio César, al que su madre debió parir por la vía natural. El ya citado Plinio, en su libro de Historia, relata el nacimiento por cesárea del célebre Cayo Silio Itálico (25 a.C.) autor del poema

La segunda Guerra Púnica, si bien se pone en duda la autenticidad del hecho por algunos estudiosos del tema que encuentran ciertas incongruencias en dicho relato. La época medieval es rica en conductas y sucesos obstétricos entre la realidad y la leyenda. Así, en el medievo alemán se narra la triste historia del joven Tristán, de quien se dice que nació mediante cesárea, causando la muerte de su madre Blannaflor. De su amada Isolda sabemos cómo murió, pero no cómo nació. Posiblemente ni el propio Wagner lo llegó a saber.

En ese sugerente medievo, de la mano del gran ginecólogo e historiador Manuel Usandizaga Soraluce, conocemos curiosos testimonios sobre el arte de parir tales como útiles consejos cuando el parto no avanzaba, que obligaba a utilizar el recurso de las “sucusiones hipocráticas” para acelerar las contracciones que consistía en “mover o sacudir a la parturienta enérgicamente, sentada o atada en una silla o en la cama en sentido vertical”. Cuando el procedimiento no resultaba positivo ningún autor se inclinaba por extraer el feto mediante cesárea por la altísima mortalidad que conllevaba la intervención, con fallecimiento materno próximo al 100 por ciento. Al obviar la vía abdominal se recurría al cirujano general, quien “extraía en pedazos al feto, vivo o muerto, por vía vaginal, ayudado por ganchos y cuchillos”. Este proceder tocúrgico, embriotómico, bien por decapitación del feto o por basiotripsia, como lo conocemos actualmente, ha estado vigente hasta la segunda mitad del siglo XX.

Antes de la era antibiótica, la cesárea condicionaba tremendo riesgo vital.Aquellos ganchos y cuchillos que se citaban en los viejos libros de obstetricia se correspondían con los del arsenal que los ginecólogos que ejercíamos hace 50 años utilizábamos: el basiotribo-perforador y craneoclasto de Tarnier para reducir el volumen de la cabeza fetal y los útiles para decapitar el feto, como el gancho de Braun, el Ribemont, la daga de Blot y las tijeras de Siebold y Pinard. La cesárea ha ido modificando conductas tocúrgicas y todos esos terribles instrumentos hoy juegan un papel de museo, durmiendo un bien ganado y celebrado descanso en nuestras vitrinas de las clínicas.

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